Las calles y las mujeres

He cambiado mucho con los años, me transformé muchas veces, cambié de tanto que me molieron a palos las calles y las mujeres. Las calles, con sus interminables horas de monotonía, de viajes agotadores, de peligros cotidianos y trabajos insufribles. Las mujeres, especialmente las mujeres, que me han ido moldeando a través de la luz y el sudor de sus actos.
Desde mi tía que me besaba por todos lados cuando me cambiaba, hasta mi madre, que me arrancaba las hojas del cuaderno cuando hacía mal la tarea. Desde las chicas que me decían que “no” mirando para otro lado, hasta las amantes que me esperaban desnudas a las seis de la tarde. Desde las compañeras de oficina que me veían como un extraño, hasta las amigas con las que hablaba sin parar noches enteras. Desde las adolescentes que iba a visitar cuando sus padres estaban trabajando, hasta las madres que me llamaban cuando sus esposos no estaban en casa. Desde las actrices que me enseñaron las formas más bajas de amar, hasta Pizarnick, Orozco, Storni y las rimas místicas de Santa Teresa de Ávila…
Mi padre me ha abandonado hace muchísimos años, me han criado las mujeres, con su desnudez y misterio. Cada golpe que me dieron, contra el pubis o contra el pecho, me ha ido forjando como hombre y sé que no sería quien soy sin la mano de una mujer, obscena, tierna o cruel.
Estoy hecho de pornografía y espiritualidad. La pornografía me ha llevado hacia las ansías de vivir, a la necesidad de perderme en el mundo, en sus pastizales, en sus aguas, en sus barros, en la vida en su forma más natural y voluptuosa. La espiritualidad me ha hecho ahondar en el misterio que subsiste debajo de las formas, en lo imperecedero, en las fuerzas que movilizan la carne desde las profundidades. Entre ambas logré comprender que estar vivos es ensuciarse, que no hay belleza en la santidad, en lo incólume, en lo puro. La vida se forja en la experiencia, nuestra alma se hace más grande cuanto más se ensucia el cuerpo. 

Rodrigo Conde